Me ha gustado mucho
esta entrevista que le hace el doctor Enrique Gavilán a Raquel Taranilla con
motivo de la publicación de su libro Mi cuerpo también, editorial Los libros de
Lince, 2015. Este libro, en sus propias palabras, “es un relato que proviene de
un espacio alternativo, creado por mí a partir de mi vivencia, para el que
recurro a mi bagaje cultural e intelectual. Me conformo con presentar la
vivencia del cáncer desde otro punto de vista, con plantear preguntas,
descubrir dilemas. Me planteé el libro con la voluntad de devolver la mirada a
la maquinaria médica, así que lo que les descubre mi libro a los profesionales
de la salud es que un paciente es también un punto de vista”.
Hay algo que todo médico
tiene que tener claro desde el comienzo de su andadura profesional: que una
cosa es el enfermar y otra la enfermedad. Lo primero solo puede ser descrito y
acotado por el que sufre, a pesar de que es una tentación médica habitual negarlo
o minimizarlo (no tiene usted nada, las pruebas son normales); pero lo segundo,
la enfermedad, ha sido históricamente territorio de la ciencia, en su afán
normalizador y categórico. Sin embargo, hablar de la enfermedad solo en
términos médicos también es una forma de colonialismo, una manera sutil de
medicalización.
Por fortuna hay individuos
que reivindican la pervivencia de la historia personal, que se cuela,
obstinadamente, por entre los huecos que deja la historia clínica, erigida como
la oficial y la única que parece importar. Es lo que ha hecho la licenciada en
Derecho y doctora en Filología Hispánica Raquel Taranilla en su libro “Mi
cuerpo también” (Los libros del lince, 2015). Con ironía a raudales y pulso inteligente, con
golpes de realismo desprovisto de heroidicidad y vacío de intención moralizadora.
Tal y como ella es.
En esta entrevista
profundizamos en algunos de los numerosos aspectos que trata en su libro sobre
su propia experiencia durante un proceso de enfermedad como el que cualquiera
de nosotros podría sufrir.
- En tus trabajos académicos
(tesis doctoral, artículos) analizas lingüísticamente los contenidos de
interrogatorios policiales y juicios. ¿Qué tenemos los médicos de policías y
qué de jueces?
La clínica, la policía, la
administración de justicia son instancias de gobierno y, en ese sentido, sus
prácticas son a menudo semejantes. La composición espacial del hospital, del
tribunal y de la comisaría está dirigida a poder protocolizar la vida. También los
están el conjunto de sus prácticas y el estatus de su conocimiento.
En mi caso concreto, los
dolores de espalda y las parestesias que sentía al inicio de la enfermedad se
achacaron en un primer momento a una contractura en los trapecios. Actuando en
tanto que agentes sociopolíticos, los médicos tardaron en certificar mi enfermedad,
en clasificarme como una enferma (y no solamente como una lesionada), en
autorizar que mi cuerpo fuese hospitalizado. En ese sentido, los médicos son
los guardianes de un saber, de unas prácticas, de un espacio, igual que jueces
que aceptan o no a trámite una demanda.
Por otro lado, durante mi
enfermedad, se me hizo evidente que en la clínica la participación comunicativa
que se espera del paciente es mucho más compleja que la de exhibir su cuerpo y
señalar dolores. Hay un elemento de comunión entre las posiciones que ocupan el
paciente en la consulta y el testigo o el interrogado en la sala de juicios.
- A menudo acuden a mi
consulta personas que vienen del hospital con un informe lleno de tecnicismos
para que se los ‘traduzca’ en palabras que puedan entender. Cuando llevo dos o
tres, suelo parar, recitar en alto, con mucha ceremonia, alguna palabra,
pongamos ‘blenorragia’ o ‘rectosigmoidoscopia’, y, sonriendo, les digo algo así
como: “a los médicos nos encanta usar jerga que nadie entienda más que
nosotros; así parecemos más importante de lo que somos”. ¡Se suelen descojonar,
como imaginas!
Exactamente. Ese es otro
punto en común entre lo médico y lo jurídico: el lenguaje incomprensible al
lego, al ciudadano de formación media. Los profesionales del derecho y la
medicina cumplen una tarea casi sacerdotal. Se convierten en los guardianes de
un conocimiento arcano y privativo, amparándose en un discurso que solo ellos
pueden descifrar. Son los mediadores imprescindibles. Hay en ello, sin duda, una
voluntad de prestigio, una forma de creación de identidad, de asimilación a la
comunidad de expertos.
Cuando doy cursos sobre
escritura para jueces, a menudo corrijo la redacción de sentencias y propongo
formulaciones que podría entender cualquiera (recomiendo textos más llanos, más
comprensibles, lo que no significa menos profundos, menos precisos) y, para mi
sorpresa, siempre hay alguien en el auditorio que se queja de que, en caso de
escribir de modo sencillo, parecería que no sabe derecho, y sus propios
compañeros le considerarían incompetente. Hay una creación de élites a través
de marcas discursivas.
Es evidente que el
conocimiento especializado ha de contar con tecnicismos. Y, sin embargo,
también es cierto que hay algunos recursos discursivos (como la sintaxis
barroca de las sentencias judiciales) que son del todo prescindibles. Además,
debería considerarse quién es el receptor de cada texto: si un documento tiene
por destinatario un colega de profesión, desde luego no importa que esté
plagado de términos especializados.
Ahora bien, es una cuestión
de democracia el reivindicar una buena divulgación médica y jurídica.
Deberíamos poder exigir que todo aquel que enferme y todo aquel que se ve
implicado en un proceso judicial comprenda su situación, al menos, en un nivel
suficiente.
Hay mucho ya teorizado sobre
las cuestiones que he apuntado y, sin embargo, los movimientos de modernización
de la justicia, de la medicina, todavía están en ciernes en España. No es
cuestión de un día cambiar las rutinas comunicativas.
- Hablas de los cambios que ha
sufrido la medicina en los últimos siglos y décadas: el abandono del lenguaje
subjetivo por otro más técnico y objetivo, la invasión de la estadística, la
sustitución de la clínica por la técnica, la irrupción de los ordenadores en
las consultas… Afirmas que “los médicos ostentan el poder de definir, en un
plano general, qué es la enfermedad y, en un nivel individual, el poder el
poder de imponer o negar el estar enfermo”. Otro de los cambios más radicales
es que los médicos nos atrevemos a definir no ya la enfermedad, sino la salud y
lo que lleva o no a ella, los ‘consejos saludables’, algo que Ivan Illich
consideraba parte de una labor pastoral. ¿Cuál es el siguiente paso?
Sin duda, la medicina y la
farmacología van a seguir colonizando esferas de nuestra vida, imponiendo una
práctica y una moralidad, por no hablar de un ámbito de consumo. El campo de la
prevención se ha abierto a la gestión disciplinaria de los cuerpos de un modo
atroz —la lógica liberal es insaciable y siempre demanda más (más espacio, más
tiempo y, a la postre, más negocio) —.
Hace pocos días, toda la
prensa general publicaba en primera página que cierta conocidísima actriz, que
ya en su día se extirpó los pechos para evitar cierto cáncer al cual parece ser
propensa, acaba de extirparse también los ovarios. Seguro que hay buenas
razones médicas para que haya tomado esa decisión, sin duda difícil. Lo que
resulta llamativo es el mensaje que hay en el fondo de la noticia: se acepta la
automutilación para luchar contra lo que disponen los propios genes.
Intentar domesticar el
futuro a través de la gestión de riesgos está en la médula de nuestro tiempo.
En la ansiedad por contabilizar y conquistar (por procurarse uno mismo) la
seguridad futura reside, opino, el camino al que tiende esa labor pastoral de
la que hablaba Illich.
- ¿Es lícito que los médicos
colonicemos todos estos aspectos de la vida?
Cuando enfermé, la medicina
me impuso una disciplina que cuestiono con tesón, pero de la que no logro
escapar. Hay una clave fundamental para entender mi libro: el cáncer ha hecho
de mí alguien obediente, sumiso. Mi relato es un intento por reivindicar mi
voz, pero mi historia —la clínica, pero sobre todo la literaria (la vertical,
que es la de los médicos, y la horizontal, que es la mía) — ha de leerse como
una claudicación, a veces funcional y cómoda, otras dolorosa e incluso
humillante.
La clínica es una maquinaria
que devora a los individuos, es de una especie invasora: hace falta una
reflexión personal sobre el cuerpo para saber dónde poner los límites, para
instalar uno mismo diques allá donde no se quiere que otras instancias decidan.
De todas maneras, el imperio
de lo médico está tan arraigado incluso en lo que yo llamo “el lado de la
salud” que dudo que haya marcha atrás. Valga como muestra el siguiente ejemplo,
que no aparece en el libro (el hospital proporciona un sinfín de anécdotas).
Durante mis continuos ingresos, a menudo compartía habitación con enfermas muy
ancianas que sufrían cánceres hematológicos como yo. Arrasadas por la
quimioterapia, en la parte amarga de la vida que es lado de la enfermedad,
muchas de ellas seguían siendo aficionadas a pasar las mañanas viendo por la
televisión programas dedicados a la promoción de la salud. Así que ahí
estábamos nosotras (enfermas, esquilmadas, encadenadas al hospital) tragándonos
consejos para prevenir la hipertensión o el mal de Alzheimer, en programas de
nombres tan jactanciosos como “Saber vivir”. A veces yo ironizaba: “¿no sería
más sensato ver pornografía durante un rato?”, pero estaba ante una guerra
perdida. La religión de la salud lo alcanza todo.
- En mi consulta lo mismo me
piden un certificado para alegar que una persona está apta para trabajar como
que es preciso que no lo haga; que necesita ingresar en un programa de
ejercicio físico o que debe quedar exento temporalmente de hacer educación
física. La burocracia a veces nos invade. Por suerte, hay personas como tú que
piden un “movimiento que nos emancipe del papel oficial”. Pena que no seas
ministra de sanidad…
El poder sociopolítico del
médico le da autoridad a su saber (igual que al juez), legitima su discurso y
su verdad. Esta descripción no es ninguna novedad (quien mejor lo ha explicado
es Foucault y después de él tantos otros) y, sin embargo, aún no hemos
encontrado un modo de poner el papel oficial en su lugar justo.
Se hace difícil pensar el
mundo sin certificados. Manejamos tal cantidad de información que hemos tenido
que crear un complejo sistema administrativo, en el que el formulario se impone
como un molde autoritario de configurar la verdad y de poder operar sobre el
mundo. Ahora bien, su autoridad ha de ser continuamente puesta en duda,
repensada de modo permanente.
- Las peticiones de
analíticas “para ver cómo estoy” son habituales, como si un simple análisis de
sangre fuese un certificado de salud. En tu caso, eres tú la que ratificas tu
sanidad: En Barcelona, a 5 de junio de 2009, por el poder que tengo sobre mi
cuerpo, declaro concluido el tratamiento médico y certifico que estoy curada y
libre del linfoma. Certifico asimismo que estoy apta para trabajar, para beber
cerveza (con moderación) y para volver a vivir sola en mi apartamento de la
calle París. Todo un ejercicio de rebeldía o quizá de ironía. Aunque otros
quizá dirán que es un acto irresponsable hacer eso sin que lo corrobore un
médico, ¿no?
Ese momento de mi historia
es trágico. De un lado, responde a la voluntad de hacerme cargo de mi cuerpo,
de reivindicar mi autoridad sobre él, es un acto de empoderamiento y de
responsabilización de mí misma.
Pero, del otro, contiene una
aceptación de los valores morales imperantes. Con esa declaración, me asimilo
al sistema, de algún modo también renuncio a cierta rebeldía. Soy trágicamente
obediente: me declaro yo misma trabajadora (es decir, pongo mi cuerpo y mi
tiempo al servicio de la producción), me comprometo a beber con moderación
(renuncio, por tanto, al exceso, a la fiesta dionisiaca; acato la moral de la
autolimitación) y a vivir sola en mi apartamento.
Lamentablemente, no soy una
rebelde, una valiente, no rompo con la ortodoxia; asimilo el modelo que me
viene impuesto y mis deseos son mansos, entrañables.
- La capacidad para tomar
decisiones de forma autónoma y ser uno mismo durante una enfermedad grave como
la que tuviste, ¿se entrega voluntariamente, te la arrebatan los médicos o son
los familiares los que la niegan?
En general, se entrega voluntariamente,
con más o menos fastidio: yo cedí la gestión de mi cuerpo a cambio de ser
salvada. El contrato que se suscribe en el hospital es un contrato de adhesión.
En él los médicos disponen cuál es protocolo adecuado para el cuerpo enfermo, y
el paciente acepta o no. Yo acepté y mi cuerpo fue procesado por la maquinaria
que es el hospital.
Tanto en las decisiones
primeras (operarme o no, someterme al tratamiento quimioterápico o no) como en
las últimas (revacunarme después del trasplante de médula, seguir mensualmente
el tratamiento hormonal), me plegué sumisa ante la posibilidad de una cura. Y
mi familia suspiró aliviada. Hay algunos enfermos que, a diferencia de mí,
deciden no aceptar el trato; ellos no son necesariamente los más cobardes.
Hay otro momento duro en mi
libro en el que digo “quise ser un cuerpo amable por el que esforzarse”. De
alguna manera, creo que el ideal del paciente colaborador (aquel que, para
empezar, se entrega, confía, se deja hacer) cumple un papel en la
representación que médicos y enfermeros hacen de cada caso, y en su actuación
correspondiente. Tuve la intuición de todo ello mientras estaba en el hospital,
y secretamente quise ser modélica. Esa fue otra de mis sumisiones.
- De cada autor que citas
cuentas cómo murió. Y en el relato intercalas recuerdos de amigos que se
fueron. Una amiga médico, María José Fernández de Sanmamed, dice que para que
un médico pueda ofrecer una atención más digna a la muerte tiene que haber
reflexionado sobre su propia muerte. ¿Para preservar la dignidad en medio de la
enfermedad también?
La idea de “dignidad” como
propiedad innata del ser humano me parece problemática; es tan esotérica que
resulta inoperante. Creo que todo lo más a lo que podemos llegar es a
consensuar qué es, en el seno de nuestra comunidad, un trato indigno, qué
actuaciones deben ser censuradas por indignas. En ese sentido, por ejemplo,
podríamos acordar que el ensañamiento terapéutico es un trato indigno. Los
pacientes, como cualquiera, pueden sufrir tratos indignos. Saber identificarlos
y defenderse de ellos no siempre es sencillo.
- En muchas culturas la
enfermedad es fruto del castigo divino. En las sociedades de tradición
judeocristiana la concepción de que la culpa se asocia a la enfermedad está muy
arraigada. Y en nuestro tiempo resurge la idea de la responsabilidad individual
sobre el cuerpo, la enfermedad y la salud. ¿Cómo se materializó en tu caso,
cómo viviste esa presión?
Nuestra vivencia de la
enfermedad está determinada por una moralidad en la que rige algo que en el
libro llamo “regla de responsabilidad”. Consiste en que todo individuo ha de
hacerse responsable de su propio cuerpo, ha de procurarle bienestar y salud, ha
de evitar los daños futuros. De contravenir tal mandato, se abre la puerta a la
recriminación propia y ajena. No cuidarse se ha convertido en una forma de
irracionalidad. La moral del autocuidado, el autocontrol, la autorrealización
es un concepto potente en la sociedad liberal, y penetra todos los ámbitos.
Como dices, si en el pasado
la enfermedad estuvo vinculada al pecado, hoy en día entendemos que el origen
del daño al cuerpo es un riesgo que a menudo el enfermo no se ha esforzado por
evitar —porque ha fumado, se ha alimentado de forma inadecuada, porque ha
practicado sexo no seguro, etc. —. Así que el vínculo entre el pecado y la
enfermedad solo ha sido objetivizado, pasado por el filtro de la ciencia, pero
no ha dejado de pertenecer a un discurso moral.
Viví ese deber hacia mi
cuerpo como un dilema. De un lado, mi conciencia (como producto bien
normalizado de su tiempo) me exigía someterme a la regla de responsabilidad, y
lo sigue haciendo. De otro lado, como analista, me doy cuenta del ingenio
(contingente, coyuntural) que es esa regla y no puedo dejar de atormentarme por
acatarla.
- Cuando cuentas en el libro
tu periplo por los hospitales hasta que te ‘acreditaron’ como enferma, me
acordé inmediatamente de la película de Nanni Moretti ‘Querido Diario’, en cuya
tercera parte, titulada “médicos”, cuenta su peregrinaje por los hospitales y
consultas en busca de alguien que le diera una explicación a los síntomas que
sufría. Al final fue también un linfoma, pero un linfoma de Hodgkin. Son
escenas donde, a pesar del dramatismo, siempre se encuentran espacios para la comedia.
¿Qué papel tuvo el humor en tu proceso?
El enfermo tiene pocos
espacios de intervención, relegado como está a su rol paciente, a la posición
horizontal. El humor es un recurso crucial del enfermo para atacar la
enfermedad, quitarle peso, exorcizar al demonio. Reírme del cáncer contenía
también un acto político: reivindicar la parte de mí que excedía al cuerpo
enfermo. Por eso digo en el libro: “El humor del enfermo de cáncer es un acto
de resistencia, un humor maqui”.
- ¿Y el placer? ¿Puede haber
momentos de placer aún estando gravemente enfermo?
Sin duda, los hay. Mi libro
empieza con una declaración al respecto: al inicio de mi enfermedad, antes del
diagnóstico, yo sentía dolor que se irradiaba por mi columna, una especie de
púlsar instalado en mi espina; como antagonista a ese dolor terrible, propongo
el goce sexual, la energía del orgasmo.
- ¿Placer y sufrimiento al
mismo tiempo? ¿No suena un tanto contradictorio?
Las sensaciones que el
cuerpo es capaz de experimentar son infinitas, tienen múltiples coloraciones e
intensidades, pero no son excluyentes. En el hospital se padecen sufrimientos
temibles, pero también se vive momentos de deleite y alegría.
- ¿Crees que el hecho de que
los médicos nunca hablaran contigo de tu forma de concebir el sexo, pero se
preocuparan en cambio de tu capacidad reproductiva, parte de una visión
utilitarista de la vida de una mujer?
La omisión del sexo es un
elemento esencial en la identidad angélica que se le asigna al enfermo de
cáncer (al oncocuerpo). Eso, sin embargo, no excluye que la competencia
reproductiva sea objeto de medicalización, especialmente en el caso de las
mujeres. Al fin y al cabo, estamos lejos de librarnos de esa visión
utilitarista de las mujeres de la que hablas.
En el libro explico que, en
el tiempo que duró el tratamiento contra el linfoma, fui sometida además a un
ensayo clínico (a un tratamiento extra) para preservar mi fertilidad, que
desgraciadamente no funcionó. Mi terapia incluyó la supervisión de un
ginecólogo que, desde luego, veía en mí un sistema reproductivo en apuros.
Sin duda, los esquemas
narrativos de la ginecología mayoritaria incluyen la maternidad como un momento
climático en la vida de la mujer, en torno al cual se ordenan los demás. La
contranarrativa de una mujer que no quiere o que se acomoda a no poder ser madre
es todavía costosa de defender; es el proyecto femenino no normativo, el
marcado, el que contiene una renuncia, una resta.
- De hecho, producto de la
quimioterapia, perdiste tu cualidad de mujer supuestamente fértil. Pero a pesar
de lo doloroso que fue para ti te negaste a que tu cuerpo fuese “otra vez
intervenido” con técnicas de fecundación asistida. Si técnicamente era posible,
¿por qué no aceptar ese regalo del progreso médico? ¿De qué depende decir a
ésto sí y a ésto no? ¿Dónde está el límite de medicalización aceptable?
Mi rechazo a la fecundación
artificial tiene que ver con la negativa a que más facetas de mi cuerpo sean
colonizadas por la clínica, a sentir más dolor provocado por una nueva terapia.
Contiene, igualmente, la aceptación positiva de mi historia, de mis cicatrices.
Un cierto orgullo de ovarios incapaces, en contestación al útero ávido de
gestar que me impone ser la ginecología.
En efecto, la posibilidad de
ser madre a pesar de sufrir un fallo ovárico prematuro, como es mi caso, es un
regalo para muchas mujeres. Ni mi historia ni mis decisiones pretenden ser
ejemplares. Yo misma no descarto acabar desdiciéndome: ese es el regalo que
recibo de mi cuerpo a través del tiempo.
- Defines tu cáncer como “un
cuerpo” dentro de tu propio cuerpo. “Algo que es tan yo como yo misma”. Tu
cuerpo también. ¿Te ayudó eso a entender lo que te pasaba o era una mera
reacción para adaptarte a la nueva situación que te planteaba el diagnóstico?
Entender que el cáncer es
tan yo como yo misma no es una licencia poética ni una transgresión gratuita.
Es una aceptación, una reafirmación, de aquello que soy.
En oposición al mito que
concibe al cáncer como invasor en un cuerpo primoroso, me impongo entenderme de
forma comprensiva y justa, asumo que el cáncer es un compuesto de células que
son tan mías como las virtuosas. Me responsabilizo. Desde luego, esa manera de
pensarme me ayuda a pacificarme con mi historia, repleta de encantos y de
desdichas.
- ¿A qué te refieres cuando
dices que desconfías de “la lucha CONTRA el cáncer que va más allá de la
búsqueda sosegada y ética de una cura”?
Me refiero a esa lucha que
prioriza acabar con la enfermedad a expensas del enfermo y, sobre todo, aquella
que está fundamentada en un discurso sobre el cáncer que encierra y ahoga al
individuo, que le lleva a odiarse a él mismo.
Criminalizar ciertas
conductas, hacer desconfiar de los propios genes, imponer la felicidad como fin
en sí misma, acaban por empujar al enfermo a culpabilizarse de su situación. Le
arrastran al sufrimiento, a atormentarse y a rechazarse.Los “grupos de riesgo” son una abstracción (a la que se suele dar usos perversos), que condena al individuo; son el estigma que hemos inventado en nuestra época.
- Hablas de la construcción
socialmente aceptada de un versión idealizada, casi angelical, de lo que
denominas ‘oncocuerpo’ (“cuerpos que han sido diagnosticados de cáncer y que
reciben tratamiento clínico para combatirlo”), que “muestra al enfermo
ocultando la enfermedad”. Y te rebelas contra el uso publicitario de esta
imagen. ¿De dónde procede esta noción y qué fines persigue?
Llegué al concepto del
“oncocuerpo” cuando pensaba en los patrones narrativos que se esconden tras los
relatos del cáncer. Me pareció que había un modo de representar al enfermo que
era común, y a ese tipo, a esa idealidad, le llamé “oncocuerpo”.
En mi libro quise contestar
a la obligación de luchar (que es transmitida al enfermo desde la clínica, pero
también por boca de sus amigos y su familia, en la televisión y en la
literatura para enfermos de cáncer). Quise criticar ese discurso que reprende
al que se rinde, considerándolo un cobarde. En una época vitalista como la
nuestra, ir contra la tiranía de la vida crea alarma.
- Afirmas que “en el
hospital las máquinas tienen la última palabra, los aparatos que miden y
muestran los cuerpos son el alto tribunal”. Es el triunfo de la máquina sobre
el hombre. ¿Ganaron las máquinas o los clínicos entregamos las armas?- ¿Qué te gustaría que pensaran o aprendieran de tu libro los médicos que te trataron del cáncer (y en general los demás profesionales sanitarios)?
Extraído de nogracias
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